Quiero empezar por aclarar que no soy católico practicante y mi actitud respecto a la religión se sitúa en un claro agnosticismo. También tengo una posición muy crítica sobre el papel que la iglesia católica, como institución, ha jugado en la historia en general y en la de España en particular. Considero que la institución eclesiástica ha sido históricamente nefasta y explotadora de la miseria de las clases más oprimidas además de desencadenar crueles y sangrientas guerras. Dicho lo anterior, también hay que precisar que una cosa es la jerarquía, representada por los hombres que constituyen el entramado eclesiástico, y otra muy distinta son los principios y enseñanzas dimanantes del Evangelio, sentidos y vividos a título individual y con plena convicción por millones de creyentes, merecedores de todo el respeto de la sociedad. Y ese respeto debido a las convicciones religiosas lo considero extensivo a todas las religiones y creencias que afecten al ámbito espiritual de cada individuo. Evidentemente quedan fuera de esta consideración aquellas ideas o actitudes fanáticas que prediquen la violencia o la eliminación del contrario.
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El pregón de carnaval de Santiago de Compostela, pronunciado por Carlos Santiago el sábado 10 de febrero, ha supuesto un acto bochornoso de agravio provocador al sentimiento religioso, uno más de los que últimamente se repiten con sorprendente frecuencia.
En el Heraldo de Zaragoza, en su versión digital, el 14/02/2018 figura el siguiente titular:
Grosería e irreverencia a la Virgen del Pilar en el pregón de Santiago de Compostela.
Según algunos asistentes, el dramaturgo Carlos Santiago habló de "los huevos del Apóstol" y dijo que "la Pilarica le hacía una felación al Santo".
Tengo por principio acudir siempre a la fuente original de la información que quiero comentar, cuando ello me sea posible, como sana prevención para no caer en las “fake news”. De igual manera, en la época de la posverdad, el universo informativo está plagado de noticias aceptadas como ciertas, si se ajustan a lo que se espera oír, sin preocuparnos por su veracidad. He intentado localizar el vídeo del referido pregón carnavalero para escuchar directamente las expresiones exactas que se pronunciaron, pero no lo he encontrado completo. Por consiguiente necesariamente me tengo que referir a lo recogido por la prensa, donde la noticia es coincidente en los diversos medios de comunicación del país que se han hecho eco de la afrenta.
Este lamentable pregón no es un acto aislado, sino que periódicamente se suceden manifestaciones con intencionalidad claramente provocadora y ofensiva contra los creyentes católicos. En el ámbito español tenemos las recientes polémicas relativas al llamado “¿¿humor??” del Gran Wyoming y Dani Mateo respecto a la cruz del Valle de los Caídos; el asalto de la capilla de la Complutense por parte de Rita Maestre y compañía, además de las continuas ofensas a la representación de la Semana Santa, e incluso la eliminación de los belenes de ciertas escuelas so pretexto de que ofenden a los musulmanes.
Algunos de los actos relatados pueden ser catalogados como blasfemos, ya que según el diccionario de la RAE,
“blasfemia: 1. f. Palabra o expresión injuriosas contra alguien o algo sagrado”.
Por otra parte el Código Penal establece en su artículo 510 una pena de hasta 4 años de prisión para quienes “fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquél, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad”.
Aquellos que reiteradamente incurren en este evidente delito de odio se escudan en su derecho a la libertad de expresión. En mi opinión este derecho ha supuesto una gran conquista de la democracia que no puede ser pervertido usándolo contra ella misma. Todos podemos defender libremente nuestras ideas, dentro del marco legal de que nos hemos dotado. Cualquier otra interpretación es una perversión del sistema. No puede ser admitido como libertad de expresión el insulto y la provocación gratuita que nada tienen que ver con la defensa de una determinada ideología o posición religiosa.
Lo sorprendente es que quienes incurren en las provocaciones blasfemas se definen como progresistas, defensores de las minorías y cualquier tipo de marginación, como son los colectivos LGTB, las actitudes machistas, la discriminación de la mujer, los musulmanes a quienes supuestamente se ofende con los belenes en las escuelas, y un largo etcétera. Este razonamiento viene a demostrar que su sensibilidad con esos grupos se convierte en odio cuando se refiere a la religión católica. En consecuencia, no cabe duda que esos actos entrarían de lleno en el contexto de los delitos de odio sancionados por el Código Penal.
Incomprensiblemente se ha instalado en la judicatura la interpretación de que prevalece el derecho a la libertad de expresión sobre el delito de odio. Nos cabe la reflexión de la deriva que esto puede tener a largo plazo, cuyas consecuencias son imprevisibles. En primer lugar porque es clara la intencionalidad premeditada de provocación y ofensa, que nada tiene que ver con la defensa de una ideología. En segundo lugar es absurdo pensar que a una acción no responda una reacción, por pura ley universal. En la medida en que esta situación se vaya generalizando, no nos puede extrañar que surjan movimientos de signo contrario, entrando en una peligrosa espiral involucionista de final incierto. Muchos parece que han olvidado, o nunca han conocido, los graves incidentes que jalonaron la Segunda República y que desembocaron en una cruenta Guerra Civil. El que no conoce su historia está condenado a repetirla.
El origen de ese odio es difícilmente comprensible si no es la consecuencia de un problema de salud mental. Si la intencionalidad meramente provocadora no fuera la causa última, sino un odio interno y profundo que se manifiesta en palabra o actos blasfemos, su origen presumiblemente derivaría de un trauma infantil. Yo solo puedo imaginarme un odio de esa magnitud si no es el originado en la inocente mente de un niño que creciera en la casa de lenocinio de su madre siendo abusado por un cura sacrílego y sádico que a su vez lo sodomizara mientras le infringía un doloroso castigo.
Los actos y expresiones provocadoras de carácter blasfemo, pronunciadas por pseudointelectuales progres, a las que nos acabamos de referir, nada tienen que ver con el blasfemo tradicional, identificado con lo más primario, inculto y bruto de la sociedad, cuya figura más simbólica se personificaba en los desaparecidos carreteros. Muchos aún recordaremos la expresión “jura más que un carretero”. En un pasado no muy lejano, con una clase social marginada, pobre, sin acceso a la enseñanza, explotada por las clases dominantes y con una dura lucha por la supervivencia, se puede entender que esa falta de cultura y de principios sociales derivaran en esas expresiones soeces de rebeldía contra su duro destino maldiciendo al Creador. En mi opinión, la falta de cultura y la pobreza no justifican ese sentimiento, ya que es en la familia donde se adquieren los valores básicos de convivencia y respeto a los demás.
Después de varias generaciones con acceso universal a la educación, que cuesta considerables recursos financieros a la sociedad, es difícil de creer que al final del ciclo formativo no se hayan aprendido las normas básicas de convivencia, supuestamente incluidas en la asignatura Educación para la ciudadanía, o equivalente. Es difícil de entender que hoy en día una parte significativa de la sociedad dé amparo a estas actitudes defendidas y justificadas por ciertas opciones políticas, apoyándolas con su voto y encumbrando como representantes públicos a algunos elementos extraídos de la marginalidad social, sin más mérito que su militancia antisistema. Los representantes públicos deberían ser los referentes éticos y morales en los que se miraran el resto de ciudadanos. Tampoco ahora podemos olvidar aquello de que “cada país tiene los políticos que se merece”.
El sistema social de las democracias avanzadas cuenta con un cuerpo legal que defiende los derechos y libertades, acompañado de medidas sancionadoras para quien las incumple. Al mismo tiempo existe otro cuerpo de normas éticas y de convivencia cívica, que facilitan la relación social en un entorno de libertad y respeto a los demás, pero que carecen de la fuerza coercitiva de las leyes. Es en el cumplimiento de estas normas cívicas donde realmente se ve la madurez de una sociedad democrática. No es necesario recordar que la libertad de un individuo termina donde empieza la de otro. No todas las normas sociales tienen que estar reguladas por las normas legales. Los principios que inspiran el respeto a los demás marcan el límite entre lo tolerable y lo censurable.
Investigando algunas fuentes para escribir este artículo, he llegado al sorprendente conocimiento de que se ha establecido el día 30 de septiembre como el Día Internacional del Derecho a la Blasfemia. La sinrazón de la sociedad actual vemos que no tiene límites.
Para concluir, reproduzco a continuación un decálogo que circula por la web atribuido a Lenin, donde se fija la estrategia para alcanzar el poder. Personalmente creo que no es un manifiesto literal de la doctrina de Lenin, pero sí refleja la actitud y estrategia que los modernos comunistas utilizan para conseguir su objetivo.
Decálogo para conseguir el poder, atribuido a Lenin:
1. Corrompa a la juventud y déle libertad sexual.
2. Infiltre y después controle todos los medios de comunicación de masas.
3. Divida a la población en grupos antagónicos, incitando la confrontación sobre asuntos sociales.
4. Destruya la confianza del pueblo en sus líderes.
5. Hable siempre sobre Democracia y Estado de Derecho, pero en cuanto se presente la oportunidad, asuma el Poder sin ningún escrúpulo.
6. Colabore con el vaciamiento de los dineros públicos; desacredite la imagen del país, especialmente en el exterior y provoque el pánico y el desasosiego en la población por medio de la inflación.
7. Promueva huelgas, aunque sean ilegales, en las industrias vitales del país.
8. Promueva disturbios y contribuya para que las autoridades constituidas no las repriman.
9. Contribuya a destruir los valores morales, la honestidad y la creencia en las promesas de los gobernantes. Nuestros parlamentarios infiltrados en los partidos democráticos deben acusar a los no comunistas, obligándolos, so pena de exponerlos al ridículo, a votar solamente lo que sea de interés de la causa socialista.
10. Registre a todos aquellos que posean armas de fuego, para que sean confiscadas en el momento oportuno, haciendo imposible cualquier resistencia a la causa.
Creo que no es difícil identificar todos estos puntos con la actitud de ciertas corrientes políticas antisistema que salpican nuestro arco democrático, cuyo objetivo es conseguir el poder para luego someter a la sociedad a su dictadura. No puedo evitar recordar el concepto de demagogia: “Empleo de halagos, falsas promesas, que son populares pero difíciles de cumplir, y otros procedimientos similares para convencer al pueblo y convertirlo en instrumento de la propia ambición política”. Creo que queda claro ¿No?.
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